3/10/11

Estás conmigo

Estás conmigo

Según entiendo, la mejor manera de comentar ciertos fragmentos de los salmos consiste en ponerse en la misma tesitura que el salmista, en su forma dialogal, y desentrañar su pensamiento expresándolo con otras palabras. Y es así, según creo, como mejor se puede ayudar al lector, no sólo para entender el salmo, sino también para poder rezarlo con provecho.

Vv. 1-6. Tú me sondeas y me conoces. Tú me penetras, me envuelves y me amas. Tú me circundas, inundas y transfiguras. Estás conmigo. Si salgo a la calle, te vienes conmigo. Si me siento en mi oficina, te quedas a mi lado. Mientras duermo, velas mi sueño, como la madre más solícita. Cuando recorro los senderos de la vida, caminas a mi lado. Al levantarme, sentarme o acostarme, tus ojos ven mis acciones.

No hay distancias que puedan separarme de ti. No hay oscuridad que te oculte. No eres, sin embargo, ningún detective que vigile mis pasos, sino el Padre tierno que cuida las andanzas de sus hijos. Y, cuando tengo la sensación de ser un niño perdido en el páramo, Tú me gritas con el profeta: «Aquí estoy, contigo estoy, no tengas miedo». Me envuelves con tus brazos, porque eres poder y cariño, porque eres mi Dios y mi Padre, y en la palma de tu mano derecha llevas escrito mi nombre, en señal de predilección. A donde quiera que yo vaya, estás conmigo.

Estás sustancialmente presente en mi ser entero. Tú me comunicas la existencia y la consistencia. Eres la esencia de mi existencia. En ti existo, me muevo y soy. Eres el fundamento fundante de mi realidad, mi consistencia única y mi fortaleza. Todavía no ha llegado la palabra a mi boca, todavía mi cerebro no elaboró un solo pensamiento, todavía mi corazón no concibió un proyecto, y ya todo es familiar y conocido para ti: pensamientos, palabras, intenciones, proyectos. Sabes perfectamente el término de mis días y las fronteras de mis sueños. Donde quiera que esté yo, estás Tú; donde quiera que estés Tú, estoy yo; yo soy, pues, hijo de la inmensidad.

Me estrechas por detrás, me estrechas por delante, me cubres con la palma de tu mano derecha. Estás en torno de mí; estoy en torno de ti. Estás dentro de mí, estoy dentro de ti. Con tu presencia activa y vivificante alcanzas las zonas más remotas de mi intimidad. Eres, casi, más «yo» que yo mismo; eres, en suma, aquella realidad total y totalizante dentro de la cual estoy completamente sumergido.

¡Dios mío, me desbordas, me sobrepasas, me trasciendes definitivamente! Qué razón tenía aquel que dijo que lo esencial siempre es invisible a los ojos Eres verdaderamente sublime, por encima de toda ponderación; Dios mío, ¿quién como Tú? ¡Oh presencia, siempre oscura y siempre clara! Eres aquel misterio fascinante que, como un abismo, arrastras mis aspiraciones en un vértigo sagrado, aquietas mis quimeras, y sosiegas las tormentas de mi espíritu. ¡Quién como Tú!

Te doy gracias y te glorifico por haberme hecho de esta manera, por haberme creado tan portentosamente, por haber hecho de mí un prodigio de sabiduría y arte. A pesar de todo, a pesar de mis muchos defectos, limitaciones y fragilidades, soy una maravilla de tus dedos. Y si todas tus obras son maravillosas, la maravilla más grande entre todas tus maravillas, soy yo mismo. Te alabo y te ensalzo por esta obra de tus dedos, que soy yo.

Por eso me conocías desde siempre, hasta el fondo de mi alma; y conocías, uno por uno, mis huesos. Cuando me iba formando en el seno de mi madre, tus ojos veían mis acciones, todos mis actos estaban anotados en tu libro; antes de que uno solo de mis días existiera, ya estaban apuntados, todos ellos, en el libro de mi vida.

Vv. 17-18. Qué fantástico me parece todo esto, Dios mío! ¡Qué incomparables encuentro tus designios y tus obras! Señor, Señor, qué inmenso el conjunto de tus maravillas! ¡Quién como Tú! Si, dejándome llevar por una idea descabellada, me pusiera a enumerar las obras de tus dedos, ¡son innumerables!; si se juntaran las estrellas del firmamento con los granos de arena de los desiertos y de las playas, serían un pálido cúmulo en comparación con la altura de tus obras. Y si, en un supuesto imposible, acabara yo de medir, pesar y enumerar tus portentos, entonces, ¡ah!, entonces estaríamos como al comienzo, porque entonces aún me quedarías Tú, que eres el Misterio Total.

Vv. 23-24. Señor, Señor, humillo mi cabeza y me someto a tu juicio; te abro mis libros y mis cuentas, mis riñones y mis huesos. Entra en mi recinto, planta el tribunal, averigua, escudriña, juzga.

No permitas que mis pies den un paso en falso. Y, ya que Tú eres mi padre y mi madre, no me sueltes de tu mano; tómame, y condúceme firmemente todos los días de mi vida por el camino de la sabiduría y de la eternidad.

Padre Ignacio Larrañaga

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